domingo, 6 de diciembre de 2009

UN KARATAZO PARA KEIKO

Todo empezó cuando, por una delicada enfermedad, perdí todo lo que tenía en Cancún y tuve que regresar a mi natal Mérida. Al reponerme, me sentía totalmente deprimido; sin trabajo, y con algún dinero ahorrado que, francamente, no era muy abundante.

Ni modo, tendría que empezar de nuevo; ahora vería si realmente me servirían para algo los años que pasé en la universidad, en el postgrado y en las escuelas de idiomas. Mi currículum, en el papel, podría parecer impresionante, pero en realidad, lo único que conseguí fue incorporarme a un modesto despacho como auxiliar de perito traductor, lo que significaba que, al menos en un principio, ni siquiera tendría sueldo fijo, sino que ganaría una parte proporcional de lo que mi jefe cobrara por los trabajos de traducción.

Durante esos días, un querido amigo de la universidad, al que aquí llamaré Paco, me puso en contacto con un ex compañero de la secundaria, al que llamaré Nacho, que ya para aquel entonces, tenía una escuelita de español para extranjeros, y me invitó a dar algunas clases. Desde luego, yo acepté; para mí era una tarea de lo más odiosa, pero no estaba en situación de ponerme moños. Además, tenía que empezar por algún lado, ya que no me atraía la idea de quedarme a vivir de por vida en casa de mi tío, que era el único lugar de que disponía.

Pues bien, mi primer trabajo en “la escuelita”, fue darle clases de español a una japonesa. ¡Qué fastidio!, con la fama de “especiales” que tienen los japoneses, a lo que se sumaba que mi alumna era algo mayor que yo y con ideas algo modernistas para vivir en Japón. Se llamaba Keiko, lo cual me causaba cierta gracia, ya que ése era el nombre de la orca que encabezaba el show de mamíferos marinos en un parque de la Ciudad de México. La descripción física de la chica es exactamente la que ustedes se están imaginando: bajita, de pelo negro y lacio, ojos rasgados y… ¡ah, sí!, era llenita pero maciza, y solía ir a clases con tenis, calcetines blancos, pantalón corto y camiseta. A mí, como occidental, no me parecía que Keiko fuese una chica precisamente guapa; sin embargo, sus gruesas y macizas piernas, eran tentadoras.

Entenderme con ella no era tan fácil, ya que su español era espantoso, y aunque a veces tratábamos de entendernos en inglés, su acento japonés no ayudaba mucho, y menos su costumbre de utilizar expresiones en su lengua natal; su favorita era “CHOTO MATE”, que a mí me sonaba como “YO TOMATE”, otra situación graciosa, pues la forma de su cara, era similar a la de un tomate; un tomate amarillo, pero un tomate al fin y al cabo.

A lo anterior se sumaba la actitud rebelde de mi discípula, que se mostraba algo reacia a seguir la mayoría de mis instrucciones, además de ser excesivamente exigente con las horas de clase que ella ya había pagado, y siempre queriendo acomodar los horarios y los días como le diera la gana, lo que nos acarreaba algunas complicaciones a Nacho, a Paco y, por supuesto, a mí. Pero no me imaginé que el último día de clases, caería la gota que rebosaría el vaso.

Ese día, durante la clase, Keiko me pidió que la ayudara a escribir una carta para la familia que la estaba hospedando. Recuerdo que una de mis recomendaciones fue que primero escribiera un borrador en su propio idioma, para saber exactamente lo que quería comunicarles, y después hiciéramos la traducción y las adecuaciones necesarias. Para variar, ella se negó, y me dijo que la escribiría en español, porque tenía que acostumbrarse a pensar en español. Yo le respondí que si le daba ese consejo, era porque mis maestros, en alguna ocasión, me habían recomendado hacer lo mismo, a lo que replicó que a ella “su maestro” le había dicho otra cosa. Esto me pareció una majadería completa, ya que era indiscutible que, en ese momento, su maestro era yo.

Una vez que terminó (por fin), de redactar su carta, le dije: “Muy bien, ahora lee tu carta”. Y para mi sorpresa, me preguntó “¿Qué es carta?”

No podía creerlo; habíamos estado hablando de la carta todo ese rato, y luego resultó que la niña no sabía lo que era una carta. Entonces le pregunté: “¿Qué es lo que acabas de hacer?”; pero no me respondía, sólo me miraba con cara de interrogación… o tal vez de boba. Queriendo acabar de una vez con el problema, tomé su carta y le pregunté: “¿Qué es esto?”, a lo que cínicamente contestó: “Papel”.

Esto era demasiado, era evidente que Keiko no estaba poniendo de su parte; no entendía porque no quería entender, y ya parecía que estaba burlándose de mí… eso acabó con mi paciencia. Enseguida le grité: “¿Qué es lo que está escrito en el papel?”… No hubo respuesta… se quedó mirándome a la cara y me dijo “Don´t raise your voice, because I don´t like people who raise the voice when they talk to me… so calm down…¿entiendes?”
Ahora sí me había colmado la paciencia... el que estaba dando la clase era yo, y ella, no sólo estaba diciéndome lo que tenía que hacer, sino que ponía en duda mi entendimiento... ¿acaso me tomaba por un idiota?

Sólo alcancé a decir: “¡ESPERA!”... y salí del salón de clases. Fui al baño y me lavé la cara mientras trataba de poner en orden mis ideas, pero era inútil, la ira me cegaba; salí del baño y recorrí el largo y vacío pasillo de la escuela... parecía increíble que no se oyera un solo murmullo y que mi clase fuera la única que estaba impartiéndose ese día. Salí de la escuela y crucé la calle; entré en una tienda y compré el refresco más frío que encontré... me lo llevé de regreso y lo iba tomando mientras caminaba. Entré de nuevo en la escuela y recorrí nuevamente el pasillo, llegué otra vez al baño y me senté en el suelo a terminarme la soda como si fuera una medicina maravillosa que me resolvería el problema.

Finalmente, logré pensar con algo de calma: ¿qué hacer?, podía simplemente largarme de ahí, ya que el trabajo me había sido pagado al principio de la semana... podía regresar y continuar con mi patética clase como si nada hubiera pasado, o bien, regresar y decir a Keiko que daba por finalizado el curso... y hasta ponerle un cero de calificación, lo cual no le dolería mucho, puesto que eran cursos sin valor curricular... además, Nacho confiaba en mí y lo que menos quería era causarle disgustos.

De pronto, un ruido en el pasillo interrumpió mi meditación, por lo que decidí asomarme para ver qué pasaba, y casualmente, se trataba de Nacho, que acababa de llegar.

Al verme, me preguntó si todo estaba en orden, por lo que le expliqué que me sentía contrariado, debido a que la alumna no prestaba atención en clase ni hacía caso de lo que yo le decía.

Nacho, sin sufrir la menor alteración en el ánimo, me dijo que no me preocupara, ya que él iba a solucionar el problema de inmediato.

Lo seguí hacia el aula, y una vez que entramos, cerró la puerta con seguro. Se dirigió a Keiko y le dijo que continuaríamos la clase, pero primero tendríamos que tomar medidas disciplinarias, ya que su actitud había sido algo negativa durante el curso; y le aclaró que la labor de un maestro no era sólo informativa sino formativa, y que así como estaba aprendiendo nuestro idioma, también tendría que aprender otras cosas sobre los mexicanos, así que le dijo que se quedaría de pie en un rincón para tomar los siguientes minutos de clase.

El resultado no se hizo esperar: Mi querida rebelde sin causa, empezó a protestar, a gritar, a dar manotazos al aire, diciendo que por lo que había pagado, lo menos que podíamos darle era una silla de tiempo completo; a lo que Nacho respondió que la verdadera formación no tenía precio y valía muchísimo más de cualquier colegiatura que ella pudiera pagar. Acto seguido, la tomó de la mano para ayudarla a levantarse y llevarla al rincón… pero sorpresivamente, la chica se levantó y le pegó tremenda bofetada. Como lo agarró desprevenido, su mano dio de lleno en la mejilla del joven director, lo que lo llenó de cólera.

Cuando Nacho reaccionó, ella estaba en posición de combate, como los karatekas, y lo miraba con aire retador. ¡Lo que faltaba! La niña quería un combate. Ni modo, mi amigo tendría que recordar nuestras lecciones básicas de karate para responder a su agresión con la mayor dignidad posible… pero, ¿qué recordar primero?, ¿qué era lo básico? En realidad nunca habíamos presentado exámenes ni nada… en general, todos nuestros conocimientos eran muy elementales, y dadas las circunstancias, insuficientes. ¡Qué remedio! Habría que a repasar mentalmente las primeras lecciones como buenamente se pudiera… lo primero… saber pararse… ¡un momento! De pronto Nacho miró de reojo los pies de su aparente contrincante, y eso me hizo darme cuenta de algo increíble: ¡ELLA ESTABA MAL PARADA! No lo entendía, ¿cuál sería la razón?; ¿sería posible que en Japón hubiera gente que practicara artes marciales sin saber cómo pararse?…. o mejor aún, ¿sería posible que por alguna extraña razón, esta chica no tuviera la menor idea de lo que era el karate y sólo estuviera alardeando? No importaba, no había tiempo que perder; ella estaba mal parada y Nacho tenía que aprovechar la ventaja… así que hizo lo que hacía nuestro maestro; rápidamente movió un pie de manera que chocara en forma lateral con el de la estudiante… el resultado no podría haber sido mejor. Keiko cayó al suelo como tabla… y el combatiente que estaba en pie tenía que decidir su próximo movimiento en décimas de segundo. No había tiempo para pensar en muchas opciones, y rápidamente, jugándose el todo por el todo, le pisó el cuello… la cara de mi discípula reflejaba preocupación… parecía que estaba evaluando las circunstancias… calculando su peso y el del agresor… midiendo la estatura… advirtiendo que ella estaba tendida en el suelo y su oponente estaba de pie.

De pronto, Keiko empezó a gritar: “¡MATE, MATE, MATE!”

- ¿Estás pidiendo que te mate? –preguntó Nacho.
- ¡No, no, espera! –se apresuró a responder ella–, haré lo que tú digas.
- ¿Lo que yo diga?
- ¡Sí, sí!, ¡lo juro!

Los ojos de mi querido patrón recorrían el salón de ida y vuelta… de pronto, al fondo del aula, sobre un viejo librero, divisó una formidable regla de madera de unos cincuenta centímetros de largo.

- Muy bien, Keiko, entonces levántate y tráeme esa regla.

La chica obedeció con sorprendente rapidez. Nacho tomó la regla entre las manos y la examinó; al parecer era perfecta para consumar la “lección” del día.
- Gracias, Keiko, ahora te pararás en el rincón.

La exótica estudiante obedeció nuevamente, y se paró en un rincón del aula dándonos la espalda.

- Buena chica –dije el director–, ahora te bajarás los calzones.
- ¡MATE! –gritó ella al tiempo que volteaba y caminaba hacia él.
- ¡SILENCIO! –gritó Nacho al tiempo que aporreaba la regla contra el escritorio-. ¡REGRESA AL RINCÓN!
- No me grites.
- ¡DIJE: SILENCIO! –vociferó mientras volvía a golpear el escritorio con la regla-. ¡NO ME DIGAS LO QUE TENGO QUE HACER! ¡VAS A REGRESAR AL RINCÓN AHORA MISMO! –gritó mientras levantaba la regla como si fuera a golpearla en la cara.

No tuvo más remedio; obedeció de inmediato. Corrió al rincón al tiempo que el jefe hacía sonar la regla una vez más… entendió el mensaje y desabrochó el pantalón corto que acostumbraba usar, para luego dejarlo caer.

La camiseta le llegaba a la mitad de las nalgas y dejaba ver el típico calzoncito blanco que, aunque era de corte más bien conservador, no era suficiente para cubrir la totalidad de su gran trasero.

- Amárrate la camiseta a la cintura -ordenó él–, y bájate los calzones.

La chica obedeció sumisamente… y el panorama mejoró… por un momento miré discretamente a Nacho; era como si de pronto lo hubiera invadido un sentimiento de ternura al verla subirse la camiseta y dejar al descubierto toda la redondez de su nalgatorio… se la amarró cuidadosamente a la cintura y procedió a bajarse el calzoncito blanco… entonces el dueño, el amo y señor de la escuela, se entregó a la contemplación de sus nalgas … se acercó y le dio una palmada para comprobar su firmeza… y ella inmediatamente dijo:

- ¡Ja!, ¿ése fue tu mejor golpe?

¡Gran error! Más le habría valido cerrar la boca… Nacho tomó la regla con las dos manos y le dio un soberano golpe en el trasero que le dejó una franja roja… la regla se partió en dos, pero la ira no le permitió darse por vencido, así que sacó rápidamente su cinturón. Keiko en seguida reconoció el sonido que hizo al deslizarse por las presillas, y gritó:

- ¡CHOTO MATE! ¡CHOTO MATE!
- ¡Como tomate va a quedar tu trasero después de esto; espero que te sirva de escarmiento!
- ¡NOOOOOOO! –gritó Keiko al oír el zumbido del cinturón en el aire.
- ¡ZAS! –cayó el primer cinturonazo al tiempo que ella daba un alarido ensordecedor.
- Mis tímpanos no resistirán –pensaba para mis adentros–.

Sin embargo, el director parecía dispuesto a terminar lo que ya había empezado y siguió dándole a Keiko la cueriza de su vida.

- ¡AAAAAAAAAUUUUUUUUCH! ¡MATE! ¡MATE! ¡NOOOOOOOOOOO! –gritaba ella desesperada, pero era inútil; la escuela estaba completamente vacía y Nacho era el dueño de la situación.

Le habrá dado entre diez y quince cinturonazos… el culo le había quedado colorado como un verdadero tomate… hasta que ella, decidida a poner fin a su suplicio, se dio la vuelta y se hincó frente al jefe con decisión… adiviné sus intenciones y me dirigí hacia la salida, mientras mi compañero la dejaba seguir adelante… y lo mejor fue que Keiko, al tener la boca llena, tuvo que quedarse calladita para verse más bonita.

2 comentarios:

  1. Es increíble lo que se hace por desesperación, aun más, lo que la gente nos hace porque seguramente lo notan, ya que si uno no tuviera la necesidad de aguantarlos seguro más que azotarlos al sobrepasar el límite de nuestra paciencia les daríamos la vuelta para evadirlos a la primera de cambios o simplemente la seguridad que tendríamos sería diferente que no se atreverían a faltarnos al respeto. Pero seguro aprendió que un mexicano es más astuto y hábil que una malcriada de la tierra que venga.

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  2. Efectivamente, Carolina, ser maestro es una ardua tarea, y al leer tu reflexión en cuando pienso en todo lo que habrán tenido que soportar de mí los diversos maestros que tuve en las escuelas de idiomas en las que estudié.

    Afortunadamente, los relatos como éste son puuuuras fantasías, tal como lo he comentado en el texto de contraportada de mi libro.

    He de decirte que el relato de Keiko, originalmente formaba parte de la colección de "Cuentos para conocedores", pero al final resultó tan controvertido, que terminé por suprimirlo y reservarlo sólo para los "conocedores" del tema del spanking.

    A propósito del tema, creo que el otro día alguien me cuestionaba el porqué publicar historias de nalgadas dentro de un libro si podemos leerlas en Internet, y otra persona destacaba la rareza de mezclar tales relatos con otros cuentos más convencionales, y al darle algo de vueltas al asunto, concluí que, efectivamente, estas publicaciones son importantes, pues constituyen una manera de darles a estos gustos el lugar que les corresponde en la literatura, y demostrar que tienen calidad y merecen publicarse, ya con otros cuentos, o bien, como libros independientes.

    Tal es el caso de una obra que compré recientemente, titulada "Confesiones en la pista del spank", escrita por Mónica López Martín, quien dice haber tardado treinta y cinco años en publicar sus confesiones. Admito que aún no empiezo a leerla, pero estoy seguro de que será mi primera lectura del año 2010 y publicaré los comentarios correspondientes.

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