Todos lo conocían con el apodo de “Picadillo”, desde hacía tanto tiempo que ya nadie sabía por qué. Él lo odiaba, pero ya eran pocos los que recordaban su verdadero nombre.
Aun así, “Picadillo” estaba empeñado en mantener su dignidad. Era un oficinista y tenía que hacerse respetar. Todas las noches se rasuraba los tres pelos que le crecían en la barbilla, planchaba su traje y lo colgaba en la percha.
Esa mañana, como todas las demás, se lavó la cara y las axilas con una toalla mojada, se embadurnó el pelo con fijador para disimular la rebeldía natural de su cabellera, se enfundó en su traje, siempre con camisa blanca y corbata obscura, y se calzó sus zapatos de plataforma, ya que su baja estatura, era una de las causas, según él, del “poco respeto” con el que se le dirigían sus compañeros. Y es que era tan pequeño, que cuando utilizaba el baño común de la oficina, nadie notaba su presencia, ya que sus pies colgaban a tal altura, que desaparecían tras la diminuta puertecilla. Por lo tanto, cualquier otro trabajador que entrara a hacer uso de los servicios sanitarios, al salir, creyendo vacío el cuarto de baño, apagaba la luz y cerraba la puerta.
¡Vanos eran los intentos de “Picadillo” por evitar la embarazosa situación! Por más fuertes que fueran sus silbidos de advertencia, era inútil, nadie le hacía caso y siempre terminaba brincando del excusado para salir medio encuerado a encender la luz de nuevo y luego volver al trono a toda prisa a fin de que nadie fuera a sorprenderlo en una situación tan ridícula a su modo de ver.
Y cada día se esforzaba más para evitar la angustiante visita al sanitario de su centro de trabajo, pero al final, la necesidad acababa venciéndolo; eso sí, cada vez un poco más tarde, pero eran tantos los empleados que lo compartían, que siempre coincidía con alguien más que, como ya era costumbre, lo dejaba completamente a obscuras en el excusado.
Uno de esos días, cuando “Picadillo” creía estar a punto de lograr su meta, no había terminado de asentar el pie en la calle, cuando se dio cuenta de que tenía que correr rápidamente al baño para evitar un accidente. Sin embargo, pensó: “Esta vez, seguramente no habrá nadie que me interrumpa, pues todos ya se han ido a sus casas”. No obstante, el intendente aún estaba terminando de guardar sus utensilios, y por lo general, entraba a lavarse las manos y la cara después de concluidas sus labores, para luego emprender el largo camino hacia su domicilio, y creyendo que, como era costumbre, ya no quedaba nadie en las oficinas, al terminar de asearse, apagó la luz y se dispuso a salir.
“Picadillo” estaba furioso. Chifló con todas sus fuerzas mientras pensaba: “Con este silencio sepulcral, es imposible que no me oiga”. Pero para su sorpresa, el único resultado fue el ruido de unas pisadas que se alejaban a toda prisa, y para colmo, la puerta del baño se quedó abierta.
-No ha servido de nada tanto esfuerzo –se dijo para sí-, ya que ahora, además de encender la luz, tengo que cerrar nuevamente la puerta.
El episodio se repitió durante toda la semana, pero el siguiente lunes, “Picadillo” descubrió la razón de tal desastre cuando oyó al intendente comentarle con espanto al jefe de mantenimiento:
-Se lo juro, patrón, no sé por dónde entra el gavilán, pero estoy seguro de que viene por las noches y se va antes del amanecer. Llevo una semana oyéndolo cada vez que salgo del baño para irme a mi casa.
Esa noche, al llegar a casa, “Picadillo” se sintió totalmente renovado. Ya no era el oficinista que había salido de su casa en la mañana. Ahora que se sabía todo un gavilán, al desvestirse para dormir, dejó su viejo traje en el suelo, y al despertar, se dio un duchazo de agua fría, y satisfecho, se vistió para ir a trabajar, pero esta vez con un pantalón de gabardina y una camisa de rayón color azul rey, que no había estrenado desde que se la regaló su primo en uno de sus viajes. Caminando con garbo, llegó al trabajo sin hacer caso de las burlas de sus compañeros, en absoluto silencio, pero con una poderosa voz interior que decía: “ABRAN PASO AL GAVILÁN”.
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